Reseña serie: Bosch (2014–2021)

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Títulos en español: Bosch (España y Latinoamérica)
Género: Misterio, policial.
Creado por: Michael Connelly.
Adaptador televisivo: Eric Ellis Overmyer.
Protagonista: Titus Welliver.
N.º de temporadas: 7.
N.º de episodios: 68.
Reseña: Constantinopolitano




No suelo ser un talibán de la literatura, pero la distancia entre las novelas policíacas y las puestas en escena de Hollywood parecen más o menos la que media entre un tiranosaurio y un sobrinito del pato Donald. En su día, Dashiell Hammett vio cómo John Houston destripaba “El Halcón maltés” (1941) con un éxito taquillero apabullante. Algo parecido le sucedió a Raymond Chandler cuando poco después Howard Hawks la tomó con “El Sueño eterno” (1946) y el público quedó encantado. A Ross McDonald le llegó luego el turno. En esta oportunidad, le ha tocado pasar por las Horcas Caudinas a Michael Connelly y ha podido constatar lo mismo que sus honorables precedentes: que los cinéfilos odian la literatura.

Entremos en detalles y hablemos de la serie. El primer y principal acierto del producto de Overmyer ha consistido en elegir a un par de actores previamente encasillados para interpretar los personajes principales, fuera de sus roles acostumbrados: por un lado, Titus Welliver, que venía representando a toda suerte de personajes secundarios dudosos o malos y, por otro, Jamie Hector, quien dio vida al gangster Marlo Stanfield en “The Wire” (2002–2008). El espectador queda descolocado, porque a estos “buenos” los recuerda mejor siempre como “malos”. La primera temporada arranca con Harry Bosch sentado en el banquillo, acusado de ser un policía de gatillo fácil, algo que estás dispuesto a creer dada la versatilidad pretérita de Welliver para meterse en la piel de tipos chungos. La ambigüedad se mantiene, porque además el personaje tiene la costumbre de llevarse el trabajo a casa, obsesionarse y actuar como justiciero cuando se le hinchan los mismísimos. Por desgracia, la serie lo va convirtiendo poco a poco en un espécimen casi kantiano, apenas preocupado por el dinero, pero sí por un ideal de justicia muy santurrón. Overmyer probablemente haya leído algunas novelas de Connelly, sí, pero seguro que le gusta “Mary Poppins” (1964) y por alguna razón terminas viendo demasiado de Julie Andrews en Titus Welliver. El mismo tratamiento se va obrando en Jerry Edgar cuya oscuridad va creciendo hasta hacer de juez y verdugo del genocida Jacques Avril. Al final del culebrón, Jerry, tras ir de putas y beber como un cosaco, queda beatificado y falta bien poco para ver a Jamie Hector cantando alegre “Sonrisas y Lágrimas” (1965) y ponerse a estudiar las Sagradas Escrituras.

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El segundo acierto de Overmyer ha consistido en ir plasmando dos o tres novelas de Connelly en una misma temporada. Por desgracia, por un lado, las mini-series de Amazon se quedan demasiado cortas para introducir las tramas y personajes secundarios. Por otro lado, tras la primera temporada Overmyer se cansó. La tarea de adaptar una novela a una puesta en escena es tediosa y emplear a más de un equipo de guionistas supone un gasto extra que a ningún productor de televisión agrada. Así que al finalizar la serie, sólo se emplearon líneas argumentales de 13 de las 21 primeras novelas de Bosch (antes de que el personaje se acercase más a Christopher Marlowe y emprendiera el rumbo de la investigación por cuenta propia) y se recortaron un montón de detalles que definen al Harry Bosch de la literatura. Cuando el guión de la serie se ajusta sólo a una novela, el espectador advierte que la trama flojea (como acontece en las temporadas 4ª, 5ª y, especialmente, en el bodrio de la 7ª). Si bien la primera temporada ha sido la más conseguida, la presentación del personaje fue rara. En lugar de emplear la primera novela, “El Eco Negro” (1992) que describe al protagonista como una persona traumatizada por su experiencia en la guerra de Vietnam, Overmyer se inspiró en la tercera, octava y duodécima novelas [es decir, “La Rubia de Hormigón” (1994), “Ciudad de Huesos” (2002) y “Echo Park” (2006)].

El tercer y último acierto consistió en... Llevo un rato tratando de completar la frase y me doy cuenta de que hablar de las cualidades estéticas de Overmyer es básicamente querer enumerar la virtudes de Berlusconi, Putin o D. Trump. Un cuaderno en blanco contiene la descripción detallada de todas ellas. Un productor haciendo de productor no es un novelista metido a productor (como ocurriera con los memorables casos de Peter S. Fischer, Richard Levinson y William Link). El tipo se ocupa sobre todo de hacer dinero y que los balances de cuentas cuadren. En su mundo, se ha marcado un buen tanto.

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Las caracterizaciones de Connelly son realistas, pero el curso temporal de cada novela ronda una semana. Sin embargo, las temporadas de las mini-series suelen ser anuales y, con suerte, semestrales. Como nadie envejece bien, el deterioro físico del casting es mucho más notorio que el de los personajes homólogos de la literatura. Jamie Hector ha sido el único actor del elenco que se ha mantenido físicamente. Los demás, no. Welliver tendrá todavía pelos de su color, pero desde luego ya no son visibles. La sala de detectives tiene un aura a geriátrico. Troy Evans (Det. Barrel Johnson) ya tiene 73 años y parece haber seguido un régimen estricto a base de chuletón. Gregory Scott Cummins (Det. Crate Moore) ha cumplido los 65 años y el sueño de caerse al caldero de Panoramix unas cuantas veces. Amy Aquino (Lt. Grace Billets) de 64, mantiene la forma. Por ella no han pasado los años: se le han quedado todos encima. Cuando el jefazo Irvin Irving (que también se ha debido poner morado a comer fabada con chorizo) le promete un futuro de éxitos en el departamento, te preguntas cómo es que ese tipo tan avispado habrá llegado a jefe si no se da cuenta de que el primer sueldo de capitán de la prójima va a coincidir con su primera mensualidad como pensionista. Miriam "Mimi" Rogers (Honey “Money” Chandler) hace una eternidad que dejó de ser una chortina praemium... Lo dijo Sandor Clegane El Perro”: el tiempo nos da por culo a todos. Aquí la sodomía ha terminado siendo la norma.

Si las temporadas hubieran tenido 24 episodios, probablemente el problema se habría mitigado. Pero como Overmyer fue a lo barato, ha descubierto que Adolfo Domínguez debió darse un buen porrazo en la sesera antes de decir aquello de que “la arruga es bella”. Pues va a ser que no (a no ser que hayas estado esnifando el suficiente pegamento). Aprovecho la oportunidad para destacar la actuación de Madison Lintz (Maddie Bosch). Aunque suelo confundirla con un mueble, no sé si trata de encarnar a una hija autista o sigue interpretando a Sophia Peletier en “The Walking Dead” (2012). Sólo le hace falta coger un palo cada vez que su “padre” se le acerca. Da la impresión de que teme que le meta mano. Quizás hubiera sido mucho mejor matarla en algún capítulo temprano (accidente doméstico: “se le cayó la tostadora cuando se bañaba”) y dejar viva a Sarah Clarke (Eleanor Wish), una actriz capaz de encarnar caracteres muy ambiguos y perversos (como la memorable Nina Myers de “24”).

La ideología del “Bosch” de Overmyer me recuerda al Club Disney y, sobre todo, a los rollos mentales de Joss Whedon. Su presentación sugiere al espectador que los policías constituyen a grandes rasgos una gran familia. Todas son algo disfuncionales, porque coexisten con ovejas negras, pero en cualquier caso, merecen la pena. Es cierto que la pugna entre el “Bosch” de Overmyer y el sistema recuerda a una narrativa que va desde la historieta de David y Goliath hasta el “Discurso de Ética” de Wittgenstein: es decir, hay personas capaces de volver con la compra y encarar a una columna de tanques. Recuerda al tipo de Tiananmen. Ahora bien, los que mandan quieren que se cumplan la legalidad, mientras que los aldeanitos desean que se haga justicia. Las leyes son como las telarañas: apresan a los mosquitos, pero ceden ante una pieza lo suficientemente grande. Hay algo personal en la vida del detective (el asesinato impune de su madre) que condiciona todo su comportamiento en favor de la justicia. Sus compañeros tienen otra trayectoria e intereses. La teniente Billets, por ejemplo, ha debido leer el manual del buen padefo. Los detectives Crate y Barrel (Epi y Blas) trabajan ahí porque es lo que mejor saben hacer y no existe nada más ni mejor en sus vidas. Al jefe Irving le desagrada Bosch, porque es un radical libre que pone en peligro sus ambiciosas aspiraciones políticas, pero lo respeta. Tan diversos intereses confluyen, porque todos son una familia... Cada uno de los componentes de la policía tiene unos intereses personales distintos, pero aún así, pueden soportarse y se protegen a la hora de la verdad. En resumidas cuentas, el dpto. de policía beneficia a sus integrantes y constituye el único mecanismo de defensa de la sociedad para imponer orden en el caos.

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Sin embargo, la ideología del “Bosch” de Connelly se halla muy en otra línea. Su narrativa radica sobre un motivo que se encuentra desde en “El Leviathán” de Hobbes hasta en “Cosecha Roja” de D. Hammett. Ser policía es un curro más. Lo mismo que en el resto de la sociedad, la mala gente allá dentro es la que medra. Encima están armados hasta los dientes. En el dpto. de policía es donde se manifiesta más a las claras la guerra de todos contra todos. El policía siempre ha de pensar en proteger su culo y como el enemigo a veces lo tiene al lado o como potencial refuerzo, su stress es mayor. No se trata de alguien éticamente mejor que cualquier ciudadano. Su palabra vale una mierda (por eso van en parejas, para que tengan constancia siempre de que hay un testigo hostil a su lado). Se pisan los unos a los otros con facilidad. Su función es anónima (lo de “proteger y servir” se refiere a sus vacaciones y el sueldo). Están ahí porque no han tenido otra oportunidad o porque tratan de resolver algún complejo traumático. Han tirado de gatillo fácilmente y si ahora se contienen más es debido a los medios de comunicación. Sin embargo, no odian a la prensa, pues ésta ha ampliado el territorio de juego: la usan tanto para defenderse como para atacar a otros agentes rivales. Así, lo primero en que piensa el subjefe Irving es en hallar la manera de expulsar del cuerpo a Bosch, simplemente porque ha accedido mediante su servicio en las fuerzas armadas y no lo considera como un policía de verdad (o sea, alguien que ponga el culo cuando toque y le limpie bien los zapatos). Es como la astilla clavada en un dedo, un grano en el culo... algo a extirpar. El tipo será competente, pero no pertenece a la manada. Es de otra especie. El Bosch de Connelly tampoco es un capullo kantiano. Padece un síndrome de stress postraumático monumental que sobrelleva bebiendo, fumando, oyendo baladas de jazz y manteniendo su atención distraída en un trabajo de investigación. La afición de Bosch por el jazz no es un rasgo snob o idiosincrasia. Eso son cosas de Overmyer. El tipo está trastornado, lo sabe y emplea todo lo que se halla a su alcance para mantener una jornada más de equilibrio. ¿Qué son las baladas de jazz? Musicoterapia, algo que ayuda al final del día a evitar caer en la tentación de llamar al psiquiatra y ponerse ciego de farlopa. Connelly retoma el paradigma de Hammett y plasma que la policía no es una gran familia, sino un cáncer necesario y la expresión más auténtica del homo homini lupus, pues ellos están autorizados a administrar la violencia. No por accidente llaman al dpto. de Hollywood “la cloaca”. La sociedad es un pantano. Ahora bien, los cocodrilos están allá y son lo que son, pero imponen el orden a pesar del pantano (incluso zampándose a la menor los unos a los otros).

Abreviando: hazte un favor y lee a Connelly. Si te gusta el género, ya estás leyendo a Hammett.

 







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